viernes, octubre 21, 2011

Autorretrato no autorizado (parte tres): reconstruyendome...


Tenía tres meses de edad al dejar la tierra firme. Desde ese día, mi sentencia estaba dictada. Fueron treinta años de ser un alienígena en la tierra. Sólo por esporádicas escapadas de fin de semana y vacaciones pude estirar tanto la espera.

Soy Juan Pablo y tengo 37 años. Nací en Quilmes, y mi primer lugar de residencia en tierra fue ni más ni menos que BARRIO MARÍTIMO, un rincón polvoriento de la ciudad de Berazategui, conurbano sur de Buenos Aires. Gracias a mi padre, siempre abandoné la orilla rumbo al mar; ya sea en el Islas Noel, un barquito de 15 metros con su propia historia, ya sea en el Fabian, un bote pesadísimo de fibra, shape bien navegador, similar a los amarillos del puerto, con el que poníamos eternas proas al sol, 4 horas de ida, unos 15 km, con un motor obsoleto de 3 hp, y ahí me acostumbré a ver desaparecer el ultimo palito del horizonte (así se ven los árboles y torres de la costa) y a quedar en el exacto centro de la línea ininterrumpida que unía el cielo y el mar a nuestro alrededor. Días glass, con oleajes moderados, y varias veces sorprendidos por tormentas, ya que, antes del 2000 no había windguru para nosotros. Hubo una en particular en la que, luego me di cuenta, pudiéramos haber muerto. Ver llegar una tormenta eléctrica, de noche, en una cascara de nuez de 4 m de eslora, en medio del océano, sin radio, sin nadie que te pueda venir a buscar en un helicóptero como en la tele, con solo una lona para taparte, y ver los rayos que parecen caer a centímetros, y el viento que aumenta, bueh… Pero Don Juan padre era inmutable. Nunca sabré si disimulaba, pero si él no mostraba ansiedad, yo no veía ni un problema.

Un día ya tuve que navegar solo. Por esas cosas de la vida, nunca tuve una tripulación confiable, estable. Es mala idea hacerlo, pero en general, siempre navegué solo.

En mi estancia en tierra, terminé estudiando y recibiéndome de psicólogo. Recuerdo mirar el horizonte, a mi derecha, de ida a la facu, al cruzar sobre El Riachuelo, todos los días. Me fue bien muy pronto, pero un día descubrí que ganaba bastante dinero, y lo gastaba para irme a la orilla del mar, al club donde estaba mi lancha, en San Clemente, o a Chapadmalal. Aún recuerdo mi inocente pregunta cuando volvíamos a Berazategui, allá por los 70’s después de alguna escapada al mar: ¿Por qué tenemos que volver?... Esa pregunta me acompañó treinta años… Claro, antes de irme de Berazategui definitivamente, trabajaba dos días para pasar cinco en el mar.

Ahí entra el surf en mi vida. Junto con una explosiva consciencia llámese “ecologista”, que descubrió el crimen del turismo, el desperdicio de combustible, la contaminación de la navegación recreativa, y ni hablar de la pesca, surge entonces la necesidad de resolver mi indiscutible adicción a abandonar la orilla. Probé un día el surf en una escuelita de la zona. Una sola incursión fue suficiente. Me compre una tabla vieja, un 7.0. Me tomó un año entero pararme. Nunca me importó. No me importa. Porque lo que me sirve del surf es estar ahí. Todo el tiempo que se pueda. Mis amigos me dicen que para progresar en mi surfing es importante mirar adelante; preguntan por qué miro hacia la ola, hacia atrás, cuando voy cortando la ola… En la orilla, no hay nada que quiera mirar…

Hoy ya hace cinco años que vivo acá, y unos siete desde que me relacioné con el surf. El año pasado me recibí de Guardavidas. Todos los días voy a la orilla, varias veces por día. Si hay olas, es fácil distinguirme, supongo. Si hay un croud, aunque sea de tres o cuatro personas, en el mejor pico de mi playa, yo soy el que está solo, en otro pico.

No soy surfista. No soy tampoco psicólogo. Ni soy guardavidas. Soy una persona. Y prefiero vivir en el mar. Si todo sigue su curso, un día voy a dar el paso que me falta, y espero pisar tierra sólo esporádicamente: siempre me mareo cuando piso tierra…