autorretrato no autorizado...
Nunca voy a tener plata: me paso la vida encontrando la forma de vivir con lo menos posible.
Nunca voy a llegar primero en una competencia: me aseguro, tanto de no hacer mi máximo esfuerzo, como de ver que nadie quede olvidado atrás.
Por eso, nunca voy a tener medallas ni trofeos. He crecido con cierta aprehensión a la competitividad.
He soñado últimamente con una explicación a este complejo de, cómo llamarle, “aprehensión al éxito”. Pero lo olvido al rato de despertar. Pero sí recuerdo que explicaba claramente, sino todas, la mayoría de mis relaciones interpersonales. Sobretodo aquellas conflictivas. Ahora amanece un martes cualquiera y yo estoy frente a la pantalla, frente al enigma de mi “no éxito” compulsivo. Porque no creo que sea un fracaso. “No ganar” no necesariamente es “perder”. Hay cientos de ejemplos...
Pero no lo voy a negar: muchas veces perdí. Y perdí donde hubiera podido ganar. Y me dejé perder. La lógica simple me hace pensar en el temor a ganar. Y pensándolo se me presenta inmediatamente que ganar uno suele significar que otro pierda. No me gusta ganarle a nadie. Y luego se me ocurre que ganar es ocupar un lugar codiciado. No me gusta que codicien lo que logro.
Y por otro lado, me hace feliz ayudar a que otros salgan primeros. Es el síndrome del herrero que tiene cuchillo de palo. Me paso la vida alegrándome de los éxitos ajenos. Sospecho vestigios de envidia en los rincones oscuros de mi personalidad; en esos lugares que la escoba no llega a barrer. Convivo con mis miserias. Son chispas, flashes. No duran nada.
Recuerdo haber pasado por la etapa neurótica de “si me lo propusiera, escribiría un best seller”. Maldita neurosis que evolucionó a esto. No pienso proponérmelo. Si lo hiciera, nada indica que pudiera lograrlo. Y menos que menos debido al hecho que NO-ME-INTERESA. Estadísticamente he logrado lo que me propuse, por muy improbable que se me antojara. Y los que me conocen saben que paso por los momentos de ser invadido por las dudas. Y mis dudas me impulsan al esfuerzo, la prolijidad, el esmero, eventualmente al entrenamiento concienzudo, tesón, y hasta la necia obtusidad. El número dos! El dos compulsivo. Juan Pablo Segundo. Hijo de la segunda mujer. Una dinastía de segundos puestos. Hijo de un hombre que llegó a la conclusión que en la Argentina, cuanto más ganas, más perdés. Y dejó de ganar. Y acá estoy, destruyéndome con este autorretrato, harto de segundear, secundar. Es más fácil ser vago, por cierto. No mover un dedo. No levantar el orto. No dar un paso. Vivir a la espera de ese alguien que me empuje. De ese otro yo, que sacrifique su primer puesto, para hacerme llegar primero a mi.
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